sábado, 6 de noviembre de 2010

LAS AVENTURAS DE PERSEO



Las aventuras de Perseo
Acrisio, rey de la Argólida, se puso muy contento cuando su mujer dio a luz una niña llamada Dánae y fue a un oráculo para conocer su futuro. El oráculo le predijo que moriría a manos de su nieto y, para evitarlo, Acrisio decidió que su hija no se casaría. Cuando creció, la encerró en una torre de bronce, vigilada por guardias. Las precauciones del rey fueron muy eficaces para los hombres, pero no para los dioses. Una noche Zeus, en forma de lluvia de oro, fue en secreto a hacerle una visita. Lo único que notaron los guardias fue un insólito rayo de luna sobre la torre, y el viento que soplaba más fuerte entre los árboles. Fue así como Dánae tuvo un hijo llamado Perseo. Acrisio estaba furioso, acordándose del oráculo. Llamó a su hija y le dijo: -Me has engañado y tienes que irte. -El niño no tiene la culpa de haber nacido -suplicó la hija- .Echame de casa si quieres, pero deja a Perseo donde pueda ser criado.
Acrisio no respondió, estaba conmovido, pero no tenía elección y ordenó a sus criados que la princesa y el niño fueron llevados al mar, encerrados en un arca de madera y dejados a la deriva. Sin agua y alimento no podrían sobrevivir. Pero el arca fue llevada por las olas a la isla de Serifos, donde Dictis, hermano del rey de la isla, Polidectes, los acogió. Perseo fue creciendo. Sólo una cosa lo hacía infeliz: el rey Polidectes quería casarse con su madre. Dánae no lo deseaba, y el joven se puso de su parte. Polidectes pensó en librarse de Perseo para convencer después a la madre con más facilidad:
-Tengo que pedirte una cosa -le dijo con expresión amistosa-. Los jóvenes deben demostrar su virilidad. La gente murmura que pasas demasiado tiempo con tu madre entre mujeres y que no eres muy valiente. Yo sé que no es verdad, pero tendrías que demostrárselo a los otros. -Si murmuran eso, dime qué tengo que hacer - dijo Perseo sabiendo que aquello no era verdad-. Si matases a Medusa y trajeras su cabeza, demostrarías que nada te asusta, contestó Polidectes.
Al oír esto, Perseo comprendió el peligro. La Medusa era un monstruo que habitaba en el extremo norte con garras y colmillos de león y con la cabeza llena de serpientes venenosas. Quien la miraba al rostro quedaba petrificado. Pero Perseo no podía rechazar el desafío: -Iré y te traeré la cabeza del monstruo, dijo Perseo.
Zeus los estaba observando desde lo alto y, orgulloso de su hijo, dijo a los otros dioses que lo ayudasen. Hades le regaló un yelmo que lo hacía invisible y Hermes unas sandalias aladas para caminar veloz. El mejor regalo fue el de Atenea: le dio un escudo tan bruñido que parecía un espejo y le dijo: -Al llegar, mira a la Medusa reflejada en el escudo, porque si la miras directamente te convertirás en piedra-
La Medusa vivía en el extremo norte, donde el sol salía y se ponía una vez al año. Perseo se puso las sandalias aladas de Hermes y, al llegar, se armó de una hoz afilada y se acercó a la guarida de la Medusa. Tomó el escudo, regalo de Atenea, y empezó a andar hacia atrás: las imágenes que se reflejaban en el escudo le servían de guía. Avanzó con cautela pero tropezó en una piedra y la Medusa se despertó. En la superficie del escudo vio Perseo al monstruo en todo su peligro: la boca desmesuradamente abierta, los ojos llameantes. Se detuvo, y también la Medusa pareció detenerse unos instantes, maravillada de que el hombre que estaba ante ella no se hubiera transformado en piedra. Luego comenzó a moverse, mientras las serpientes de su cabeza despedían horrendos silbidos. Perseo esperó hasta que notó el calor de la respiración del monstruo en su hombro. El escudo reflejaba la boca y sus enormes dientes. Fija siempre en el escudo la mirada, asestó un tajo con todas sus fuerzas. Se oyó un grito sobrehumano y todo volvió a quedar inmóvil. También Perseo se quedó inmóvil pues la Medusa conservaba el poder de petrificar incluso después de muerta. El horrible monstruo yacía con la cabeza separada del cuerpo y de la Medusa había nacido el caballo alado Pegaso y un monstruo, Crisaor, hijos ambos de un amor anterior de la Medusa con Posidón. Guardó la cabeza de la Medusa en una alforja y se la echó al hombro, dispuesto para el viaje de regreso. Para atravesar el mar se puso otra vez las sandalias aladas de Hermes y se mantuvo próximo a la costa para no equivocar el camino.
Después de muchos kilómetros, en una roca vio una bellísima muchacha, encadenada a la roca por las muñecas y los tobillos. No llevaba nada encima, salvo una cadenita con joyas al cuello. Perseo la cubrió con su capa, y mientras intentaba librarla, ella le contó su historia. Era Andrómeda, hija de Cefeo, rey de Etiopía. Su madre se había atrevido a jactarse de su belleza y de la de sus hijas, asegurando que era superior a la de las Nereidas, que vivían en las profundidades del mar. Roídas por la envidia, se quejaron a Posidón, que desencadenó una horrible tempestad: olas altísimas inundaron la tierra de Cefeo.
Los habitantes no podían huir hacia el interior, porque la zona estaba rodeada de montañas, ni hacerse a la mar porque un monstruo marino controlaba aquella parte de la costa. Desesperado, el rey consultó a un oráculo para saber qué podía hacer para salvar a su reino: -Tu hija Andrómeda tiene que ser sacrificada al monstruo dijo el oráculo- Es la única forma de aplacar la cólera de Posidón. -¡Nunca! -exclamo Cefeo- ¡prefiero perder el reino antes que a mi hija!. Pero sus cortesanos le dijeron: -No es justo sacrificar a tantas personas por una sola. Lo sentimos por Andrómeda, porque es buena y amable, pero tiene que morir para salvar a nuestra gente.
Al llegar a este punto del relato aparece un monstruo enorme, con los ojos encendidos, el cuerpo parecido al de una serpiente, grueso como el tronco de un árbol y avanzando hacia ellos. Perseo alzó el vuelo, y el monstruo levantó los ojos hacia el cielo. Entonces el héroe descendió como un relámpago y lo hirió de muerte con la hoz.
Perseo y Andrómeda se habían enamorado y el rey permitió la boda. Pero durante el banquete de bodas sucedió un hecho extraño: de improviso se abrieron las puertas de la sala, y apareció un hombre rodeado de soldados. -Quiero a Andrómeda por esposa -tronó-. ¿No me la prometiste a mí? ¡Habla, Cefeo! ¿No es verdad? El hombre era Fineo, hermano de Cefeo y tío de Andrómeda, prometido de la joven antes del sacrificio, pero que no había movido un dedo por salvarla. Cuando Perseo vio que no había otro modo de resolver la cuestión, empezó a luchar él solo contra el ejército de Fineo. El combate fue largo y sangriento, y Perseo peleó con valor extraordinario. Pero de nada servía el valor donde imperaba el número. Viéndose acosado, sacó la terrible cabeza de la Medusa, y Fineo y sus soldados quedaron petrificados al mirarla. Volvió Perseo la cabeza a la alforja, agarró a Andrómeda, y, pasando por entre aquel bosque de estatuas, se dio a la fuga sin que nadie se atreviera a impedírselo. En la huida se detuvieron en Mauritania esperando ser acogidos por Atlas y sus hijas. Pero Atlas no se resignaba a la idea de sostener el mundo por toda la eternidad y malhumorado no quiso hospedarlos. Bien por compasión o por la rabia de no ser acogido, Perseo sacó la cabeza de la Medusa y se la mostró al Titán. Inmediatamente Atlas se convirtió en piedra (La cordillera Atlas de Marruecos).
Perseo y Andrómeda llegaron a la isla de Sérifos donde el rey Polidectes había insistido en casarse con Dánae, seguro de que Perseo no regresaría nunca. La mujer había resistido mucho tiempo, pero no viendo solución posible, consintió. Dánae se preparaba en su casa para la ceremonia y lloraba. Al ver a su hijo le echó los brazos al cuello y dijo: -¡Por fin! ¡Por fin mis oraciones han sido escuchadas! No podía creer que fueran inútiles-. Luego le habló del inminente matrimonio. Enfurecido, Perseo se encaminó al palacio real. Cuando Polidectes vio al joven, echó mano a la espada. Perseo comenzó a abrir la alforja, mientras el rey lo miraba sin saber qué hacer. Le pareció que tenía la posibilidad de atacarlo, cuando Perseo volvió la cabeza para no ver lo que sacaba de la alforja. Los ojos sin vida de la Medusa se clavaron en Polidectes, que, espada en mano, se quedó inmóvil como una de las estatuas de piedra que adornaban el palacio. Muerto el rey, Perseo confió el trono a Dictis, y la isla se convirtió en un lugar tranquilo y feliz. Pero aún no se había cumplido la profecía del oráculo y ahora había llegado el momento.
Vivía Perseo feliz con Andrómeda, era diestro en muchos deportes y campeón en el lanzamiento de disco. En los juegos de Argos, Perseo participó como atleta. El estadio estaba repleto, ondeaban al viento las banderas, la música acompañaba la entrada en la pista de los equipos de todas las ciudades de Grecia. Los atletas se pusieron en fila para saludar a los más ancianos. El más importante de éstos era Acrisio, quien, como rey de Argos, ocupaba el lugar de honor. Él no podía imaginar que su nieto Perseo estuviera entre aquellos jóvenes dispuestos a competir. Pensaba que Dánae y su niño habían perecido en el mar hacía mucho tiempo. Equipo tras equipo, los atletas realizaban sus pruebas. Finalmente les tocó a los lanzadores de disco. El primero en lanzar fue Perseo. Mientras daba vueltas para tomar velocidad, resbaló, perdió el equilibrio, y el pesado disco fue a parar entre los espectadores, golpeando a Acrisio con toda violencia. El oráculo se había cumplido: Acrisio había sido muerto por el hijo de su hija.
Perseo regaló la cabeza de la Medusa a Atenea, que desde entonces la lleva en su escudo y vivió feliz con Andrómeda con quien tuvo una abundante y famosa descendencia.